Las vueltas que da la vida le hacen a uno ponerse
transcendental muy de vez en cuando, al menos en mi caso, y ésta de la que
escribo ahora es una de ellas.
¿Alguna vez te has planteado que dirán de ti el día de tu
funeral, si es que alguien dice algo?
No sé lo que se dirá en el mío, pero sí tengo una idea de lo
que me gustaría que pensaran sobre mi, y también de lo que no. Por lo que me
gustaría ser recordado y por lo que no. Por lo que me gustaría haber sido
querido y por qué no, por lo que alguno pensará que son los motivos para
odiarme. Básicamente creo que lo que me gustaría es haber dejado algún poso en
mi entorno que haga que alguien, de vez en cuando, se siga acordando de mi paso
por estos lares.
No soy amigo de funerales, entierros ni nada que tenga que
ver con la muerte, no sé, no me sientan bien, y no es broma, mi cuerpo lo
rechaza sistemáticamente. Cuanto más cercano es el difunto peor me pongo,
cólicos, vómitos … un numerito que no soy capaz de controlar, es curioso,
buscaré en Wikipedia o fuente igual de fiable si hay bibliografía o precedentes
al respecto. Debería hacérmelo ver, aunque como afortunadamente a la gente a la
que quiero no le da por morirse muy asiduamente lo llevo bastante bien, hasta
que alguno ejerce y entonces lo llevo bastante mal. No sé si es un mecanismo de
defensa de mi cuerpo ante algo tan absurdo como morirse, pero es una cosa
curiosa, física, irracional.
Hace ya varias semanas acudí a un funeral. El fallecido, el padre de M. No le conocía. Sólo conocía a M. y a su marido. Y a alguno de los amigos de M.
Mi relación con M. data de hace más de 3 lustros, cuando
ella era una súperdirectiva y yo el recién llegado al equipo. Mis
primeras impresiones de ella no fueron muy buenas, lo reconozco. Muy exigente, analítica
hasta la desesperación y una lentitud exasperante a la hora de tomar
decisiones. Y fría como el hielo. Así la veía yo por aquel entonces.
Afortunadamente no tenía que trabajar con ella directamente. Mi jefa era
la que lidiaba con ella de tú a tú.
Unos años después, “carambola organigrámica”, se
convirtió en mi jefa directa. Mi fulgurante carrera estaba a punto de irse al
traste, pensé. Pero aguanté el tirón, me formé, curré como un trabajador de la
empresa privada en una multinacional, comprendí su “rational”, su manera de
hacer las cosas, pasamos muchas horas y reuniones juntos, viajamos, me esforzé
por estar a la altura, empecé a entender … y poco a poco comprendí lo ciego que había estado y lo
mucho que me había equivocado con las primeras impresiones que mi estómago y
prejuicios me lanzaron. Cojones, lo buena que es y lo mucho, muchísimo, que
aprendí con ella en esa etapa.
Luego nuestras carreras tomaron rumbos diferentes y creo que
en parte gracias a eso lo que era una relación estrictamente profesional se fue
tornando en más personal, sin la interferencia de los roles de cada uno en la
compañía. El hecho de que yo empezara a trabajar con su muy mejor amiga (como
diría Mr. Gump) también contribuyó a ello.
Me enteré de la triste noticia de la reciente muerte de su
padre en una de las periódicas comidas con ambas, y a la semana siguiente acudí
a la misa funeral, para expresar a la familia mi apoyo y respeto, a pesar de no saber de él más que por vagas referencias en conversaciones con M., y todas ellas, he de decir, asombrosamente modestas. M., chapeau.
Todo transcurrió como Dios manda, hasta que llegaron los
panegíricos. Es de ley que en ellos, las personas más queridas y cercanas al
difunto honren su memoria con palabras de alabanza, amor, gratitud y
admiración.
Pero lo que allí ocurrió me dejó maravillado. Y tocado.
Salió el marido de M. a hacer lo propio, siendo orador de
reconocido prestigio, y lo hizo, y lo demostró. Demostró lo que el padre de M. era
y seguirá siendo en el corazón de los allí presentes. Durante casi veinte
minutos salpicados de risas y lágrimas hizo un repaso del hombre, del abuelo,
de su familia, del empresario, de su gente, del hombre de bien, del suegro, de
su tierra, del valiente, de su proyecto de vida, del hombre hecho a sí mismo.
Del padre de M.
Yo cada vez me iba emocionando más y más, admirándole más y más,
deseando haber tenido la oportunidad de conocerle y enfadándome cariñosamente
con M. por no haberme hablado más de él.
No le conocía, pero me hubiera gustado.
Eso es lo máximo a lo que uno puede aspirar que se piense de él en su propio funeral.
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